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Noches en vela

Noches en vela

¿Qué sería de nosotros sin las noches? Si solamente usáramos las noches para dormir, mucha vida nos estaríamos perdiendo... ¿Verdad?

Las noches sirven para muchas cosas, aparte de usarlas para dormir. Hace ya un tiempo, cuando me tocó trabajar de noche, me di cuenta de que a la noche propiamente dicha se la puede aprovechar mucho más que al resto de las horas que conforman el día.

Cuando era más joven -entre los 18 y 25 años- solo pensaba en las noches como sinónimo de juerga, de fiesta, de horas locas. Estaba desando terminar lo que fuera que estuviese haciendo, estudiando o trabajando para llegar a la hora mágica de las 23 horas.

Entonces comenzaba el ritual: ducha caliente, gel del bueno, desodorante marca premium, y un modelito de infarto –casi siempre vaqueros rajados, camiseta clara y camisa de vestir por fuera de los vaqueros– para procurarme una noche de lo más loca y divertida. No, no habían drogas duras, ni blandas, pero sí mucho Malibú con Cola, bailoteo y risas a mansalva. Día sí y día también, hasta las 7 de la mañana…

Después de los 25, ya empieza uno a darse cuenta de que tanta salida y tanto desenfreno eran siempre lo mismo, la misma paranoia, empezaba a aburrirme, empecé a sentar la cabeza, a llevar una vida más ordenada. Estudiaba por las noches, avanzaba en los idiomas, y todas esas cosas.

Pero claro, sentar la cabeza tiene también sus movidas, sus riesgos. A causa de ello, no había otra, ¡me eché novia! y eso ya fue la debacle total…

Cuando empiezas a salir con alguien las noches pasan del desenfreno de la pronta y loca juventud al romanticismo paranoico, a las cenas fuera, los paseíllos a pie de mar, noches de foll… de sensibilidades y cariños… «mi amor cuánto te quiero«, «cómo no te habré conocido antes«, «qué feliz soy a tu lado…» y ¡hala! 5-7 años de noches locas de amor y depravación…

Pero no, las noches no cundían como antes… en absoluto… Se perdían de hacer muchas cosas, se aprovechaban poco. Siempre con lo mismo.

Noches de realidad

Y luego llega la crisis de los 33… ¡la edad de Cristo! Aquellas noches de foll… perdón, de sensibilidades y cariños mutuos, pasaron a ser noches frías de solamente querer dormir, de «hoy estoy cansado«, «me duele la cabeza«, de plantearme cambios en mi vida, de repensar lo vivido, de decir que no quieres llegar a los 35 sin sentirte realizado.

Lo que no sabía yo entonces es que la vida te da emociones, pero también te las quita. A los 35, y sin darme apenas cuenta de todo lo vivido, ya estaba embutido en una maraña de responsabilidades que, cuando me hice a la idea, me di cuenta de que estaba viviendo demasiado deprisa, que no estaba disfrutando de los momentos, de esos pequeños momentos que, dicen, son en los que se divide la felicidad real. ¡Y apenas habían pasado 10 años!

Y las noches ya no vuelven a ser lo mismo. Ya son más oscuras de lo normal, de cerrazón, de negrura, de opacidad, de verdadera oscuridad.

[…]

A los 40 crees que la vida te da una segunda oportunidad. Crees que puedes volver a comerte el mundo, pero ya con una experiencia vivida, ya después de haberte dado algún batacazo que otro. Tienes pareja estable, un montón de peludos a los que cuidar, un proyecto interesante, un trabajo ilusionante. Sin comerlo ni beberlo todo empieza a cobrar sentido de nuevo.

En la segunda juventud ya las cosas pasan a otra dimensión. Uno se vuelve más trascendental, como que las cosas de repente son más importantes de lo que siempre han sido. Y las noches vuelven a ser noches de estudio, de duermevela, DE ESCRIBIR, de querer contar… de aprender contando. Todo cobra sentido cuando ya pensaba que poco más se puede compartir.

Y de repente todo es diferente, una vez más, a lo vivido antaño…

De repente, uno necesita contar historias. 😉